“Monseñor Josè Canovai”, de Tomàs D. Casares, Buenos Aires

Discurso pronunciado en nombre de los Cursos de Cultura Catòlica en el entierro de los restos de su ex profesor

jose-canovaiEstas palabras que tengo el doloroso privilegio de pronunciar en nombre de los Cursos de Cultura Catòlica, no son de despedida. Nunca màs que hoy sentimos a Mons. Canovai entrañablemente unido a la obra de los Cursos, para la cual prodigò testimonios de fervorosa predilecciòn; nunca màs que hoy, ante la realidad de su muerte, porque ahora aquella uniòn con que nos asistiera en vida trascendiò la caducidad de las cosas del tiempo, tiene sello de eternidad, se ha convertido en la seguridad de una asistencia para todo futuro, que ya no padece ninguna de las limitaciones de las posibilidades humanas. Mientras vivìa y desde que se vinculò a aquella casa de estudios tenìamos el lìcito y saludable orgullo de considerarle nuestro.

Hoy, que luego de asistir a su trànsito, el presentimiento de que era uno de los “elegidos” se ha convertido en algo semejante a una evidencia, aquel orgullo se trueca en la confianza de sentirnos de èl. La confianza de que hoy aboga ante Dios, cara a cara, por el destino de ese hogar intelectual que èl amò tanto y donde fuè tan amado, entre muchos motivos el primero porque fuè suyo el movimiento incial de ese recìproco afecto, y consistiò desde la primera hora en una disposiciòn de ilimitada generosidad espiritual. Y aboga – de ahì nuestra confianza – no con los tìtulos de la obra, sino con los de su vida. Este es el momento en que la bandera de sun gran amor cubre la carga de defectos y miserias que la obra soporta por nuestra culpa. Estamos, pues, aquì trayendo la promesa de una gratitud que consistirà en el intento de no dejar que decline el recuerdo de las lecciones de su palabra y de su ejempio.

Extraño privilegio el de Buenos Aires que vino a ser, tan fuera de toda humana predicciòn, objeto del apostolado y testigo de la vida de este hombre excepcional.

De este hombre digo, y no sòlo de esta alma, porque uno de sus rasgos distintivos era una especie de veneraciòn por la totalidad de la naturaleza humana, que arrastra, sì, las reliquias del pecado con que sacrificò la perfecciòn originaria, pero que – felix culpa – fuè levantada toda ella a màs gloriosa integridad por el misterio de la Encarnaciòn, ese misterio en el cual Mons. Canovai demoraba su predicaciòn con tan profunda complacencia. El milagro cristiano fuè trocar el tèrmino del esfuerzo de la espiritualidad pagana, que es la desesperaciòn, en alegria. He ahì el tema predilecto de este hombre apostòlico; casi dirìa que era el ùnico; y sin embargo, màs que renovado nuevo cada vez, como si acabara de engendrarlo en la magia de aquella palabra iluminada que siempre concluìa revelando algùn insospechado resplandor de la verdad.

Què profundamente humano era ese sentido de las vitudes cristianas sobre el cual recayeron inolvidables enseñanzas suyas en los Cursos! El amaba al pobre hombre tal cual era; en su miseria – que es donde està màs necesitado de amor – y en la grandeza de haber sido redimido de la miseria por la Encarnaciòn del Hijo. La plenitud de Cristo, Dios hecho hombre, es, por el misterio de la Gracia, una comunicaciòn al hombre, aquì y desde ahore, en esta su condiciòn claudicante, de la plenitud divina. Por eso aquel empeño de Mons. Canovai de poner de manifiesto, hasta sensibilmente, toda la posibilidad de plenitud a que el cristiano està llamado desde esta vida. Y por eso tnìa para todas las cosas creadas desde las màs humildes, tan delicada reverencia, y la reverencia se exaltaba tratàndose de ese àpice de lo creado, en el orden temporal, que es la inteligencia humana y pedìa para la vida de ella,y èl era el primero en redìrselo, màximo homenaje.Acaso, – puesto que era tan supremamente inteligente-, por algo parecido al sibaritismo de un puro intelectual?: precisamente por todo lo contrario, por pura disposiciòn contemplativa: porque con la inteligencia conocemos a Aquel que no puede ser conocido sin ser soberanamente amado, con el ùnico amor que colma y pacifica al hombres y le recupera la verdadera alegrìa.

Ser cristiano era para èl tener el secreto de la alegria y estar desde esta vida, real y positivamente en ella, hasta en lo sensible de ella. Sobre esto recaìan sus lecciones predilectas y de esto fuè lecciòn viviente aquel su modo de jovialidad en todo trance, aquella opulencia de generosidad con que tenìa su espiritu constantemente abierto en acogedora comprensiòn, aquel goce profundo y sosegado con que estaba siempre en disposiciòn de recibir, como de la mano de Dios, el afàn de cada dìa.

Què de extraño que semejante espiritualidad – no obstante hallarse en lo que los hombres llamamos el apogeo de la vida el punto en que van a madurar las esperanzas, en que se piensa insensatamente en concluir de modelar como un artista su creaciòn, la obra de la propria existencia – , le hiciera adelantarse hacia la muerte con asombrosa naturalidad, para recibirla – inenarrable lecciòn definitiva -, con un himno de alegrìa? Aquello parecìa un comentario viviente de las palabras de San Pablo: “Muerte, dònde està tu victoria”. La muerte fuè para èl la victoria de la vida, porque la abrìa, al fin, las puertas de la gran alegrìa de la casa del Padre.

Todo esto es la faz de su vida que nos fuè comunicada, la que se hizo a todos ostnsible; estos fueron los frutos; queda como secreto de Dios el trabajo con que se hundieron las raìces por donde vino la savia de la equilibrada, armoniosa y como natural plenitud de vida hecha de trabajos comunes, porosa especulaciòn intelectual y altìsima caridad. Dios ha consentido, sin embargo, en el que estuvo lo màs ìntimo de Su diàlogo con esta alma de predilecciòn. Juzgado desde la pequeñez y la debilidad del hombre librado a sì mismo què arduo el trabajo con que modelò en sì, hasta en la carne, la fisonomìa de Ctisto! Què subido el precio de tales frutos! Pero si èl estuviera en este instante al lado nuestro, como cuando vivìa, nos parece ver dibujarse uno de aquellos gestos amplios y llenos de majestad con que parecìa subrayar las palabras o suplir su insuficiencia cuando se referia a lòs misterios de Dios, para señalarnos que la perspectiva del cristiano ha de ser la inversa, porque el suyo debe ser un mirar desde arriba, desde la eminencia de la Gracia. Y desde allì todo precio es mezquino cuando se lo refiere a la magnitud infinita de los frutos gozados desde ahora en esperanza cuando la Fe y la Cadidad anticipan, aunque sòlo en espejo, la visiòn inefable de Dios. Por eso èl nos diò la gran lecciòn de pagarlo a toda hora con una sonrisa que venìa a sus labios del fondo del corazòn. Y asi hasta el trance en que ya no habìa de tomar Dios en pago algo de su vida, sino la vida misma.

Y entonces con lùcida conciencia de hallarse ante el requerimiento decisivo, fuè como si se colmara su contento y respondiò ofrecièndose por quien màs amaba y porque todas las almas – son sus palabras de las ùltimas horas -, se abriesen a esa gran alegria de los hijos de Dios, de los “Christi fideles” que èl parecìa estar entreviendo. Por eso dije al principio que nos hallamos ante algo como una evidencia de que este gran testigo de Cristo, fiel hasta el fin, con una fidelidad crecientemente apasionada, era entre los llamados uno de los elegidos y que nunca habia podido ser màs firme a causa de ello, precisamente, la seguridad de su asistencia. Quiere decir, acaso, que es como si nada hubièramos perdido? No, por cierto. Esto, que no es una despedida, es una desgarrada separaciòn a la cuàl seguirà para nosotros una profunda soledad que en la tormenta de los dìas actuales nos serà aùn màs amarga. Dios sea alabado por el dolor de esta prueba que como toda prueba, pone en Cruz, es decir de pie y con los brazos abiertos, como este gran amigo del que hemos sido separados querìa que estuvièramos siempre.

Tomàs D. Casares


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